Forma e inmanencia | Arte al límite

Tulio de Sagastizábal llegó a la abstracción sin buscarlo. Más bien, fue ésta quien lo encontró. Figuras, formas y colores que no tienen un significado particular más que el acto de aparecer y estar presentes.

 

“Comencé como un pintor figurativo. Todos talleres a los que asistí –yo no hice escuela de arte– fueron figurativos. Mi primera aproximación con la pintura venía por ese lado, siempre me gustó y me sentí muy admirador y con cierta voluntad de continuar esa tradición rioplatense ligada a la figura. Desde Molina Campos hasta Antonio Seguí, desde Cándido López a Fermín Eguía. Es una pintura muy local pero con mucha trascendencia.

Mi primer taller fue con Alejandro Vainstein. Era un taller de formación básica: ir a pintar modelos, objetos, trabajo técnico. Ahí aprendí a usar los materiales usuales y a pintar con óleo.

Después estuve en el taller de Luis Felipe Noé durante un año. Él era entonces, según recuerdo, y creo que continúa así, muy enemigo, o descreído, de cualquier escuela, de cualquier aprendizaje formal, de una formación académica, o sea que su taller era una especie de escuela de práctica. Un poco desordenado y caótico, pero transmitía un gran entusiasmo y eso me hizo mucho bien. Porque produjo un vínculo decisivo con la pintura, con el acto de pintar, y ayudó a que me ganara la idea de ser pintor.

Pero lo que llamaría mi formación definitiva la obtuve con un gran dibujante y grabador, Roberto Páez, a quién aún extraño mucho. De su taller salí sintiendo que realmente estaba formado en el oficio.

Pero aclaro: me formé más como dibujante que como pintor. Pues como pintor finalmente acabé siendo bastante autodidacta. Quizás siempre sea así para todos. Entonces decidí comencé a pintar por mi cuenta, en solitario, digo.

Ya tenía voluntad buscar mis propias imágenes, ser más inventivo y obedecer más a mi imaginario personal. Ser más arriesgado también. Eran los 80 y había una gran presencia nuevamente de la pintura. Hasta ese entonces en Argentina había como una cosa muy cerrada a la información extranjera, a la circulación de las novedades. Nos formamos y trabajamos en función de la propia tradición. Miraba mucho más Figari que Matisse. Tampoco conocía mucho más allá de Bacon.

A principios de los 90, se hizo la primera beca Kuitca. Ingresé porque era una convocatoria para compartir un taller entre 16 pintores: el trabajo de pintor es muy aislado y yo había tenido además esa formación bastante autodidacta (desde el 82 que estaba trabajando solo), entonces me fascinó la idea de poder compartir la experiencia y trabajar junto a otros. Fueron dos años muy intensos, decisivos. Ahí conocí a muchos de los artistas que ahora son mis amigos y permanecen como referentes.

Mi paso a la abstracción es muy posterior a esto. Ya llevaba doce o más años en la figuración y empezaba a querer cambiar mucho, pero no sabía cómo ni hacia dónde. Y no fue fácil. Pero no lo hice en ese momento tampoco. Hasta 1994-1995, seguí siendo figurativo, aunque era una figuración diferente: ya había eliminado unas escenas con varios personajes, muy teatrales si se quiere, comienzo a incorporar recursos de la apropiación y una, creo, mayor carga irónica.

El quiebre definitivo, con la figuración, llega recién en 1997, por un episodio anecdótico y azaroso. Previamente, durante dos años me había prohibido, con mucha disciplina y terquedad, usar figura humana, con el fin de entender y darle prioridad al trabajo de la superficie y lo que funcionaba como fondo en las pinturas. Siempre recordaba entonces una frase de Guillermo Kuitka –que no era muy amigo de mi idea de cambiar, no alcanzaba a entender por qué quería cambiar tanto– que me había dicho algo así como “si yo viera una pintura tuya sin los personajes dentro, sabría de todos modos muy bien que es tuya”. O sea, que tal vez ya había adquirido una manera de trabajar y enfrentar la pintura que era singular. Finalmente, después de esos dos años de austeridad, donde usaba algunas representaciones pequeñas pero no figura humana, volví brevemente, en un periodo de un año y medio o dos, a hacer trabajos en torno a la figura humana, pero abordando de otra forma las escenas y también usando nuevos materiales. Las figuras eran prácticamente dibujos sobre la tela, grafitos o carboncillos.

De pronto empecé a trabajar con una galería importante. Por primera vez, creo, se daba allí esa cosa de que los artistas debían tener una galería. En abril de ese 97, la galerista me dice que para agosto debía realizar una muestra en su espacio, enorme, y yo no tenía ninguna obra. Las últimas que había producido se habían ido a Arco en Madrid y después todas seguían hacia Miami. Tenía tres meses para armar una muestra formada por más de veinte pinturas, varias de gran tamaño. Ahí me dije: “bueno, la suerte está echada, ya no tengo posibilidad ni alternativa de pensar dos veces lo que puedo hacer”. Empecé a trabajar, en jornadas de doce y más horas diarias, y comprendí que no tenía ya ganas de hacer personas ni presentar escenas; y comencé a trabajar con cierto grafismo, un compulsivo automatismo, y luego allí se sumaron algunas figuras geométricas. Eran como encadenamientos, rastros de una voluntad narrativa que no encontraba o no deseaba ningún objeto particular. En algunas aparecía una pequeña flor, una tenue resistencia a abandonar por completo toda representación.

La muestra se llamó “Pinturas Indolentes”que tenía que ver mucho con ese dejarse llevar. Ahí me di cuenta de que había ido madurando un proceso muy lentamente, pero lo importante para mí es que nunca hubo una decisión voluntaria, que no adopté la abstracción por determinados tipos de convicciones, sino que fue simplemente por una cosa del fluir del trabajo y una necesidad de despojamiento, un proceso que me sobrepasaba. Lo que hice, creo, fue simplemente comenzar a escribir de una manera diferente, pero manteniendo el gesto de la escritura. Ya no se me hacían necesarios los personajes y empecé a ocupar la superficie de la tela de otra manera, a utilizar el color de otra manera, y realmente el color empezó a ocupar un lugar muy predominante. Pintaba con mucha confusión, sin saber muy bien lo que estaba haciendo, pero, a la vez, con muchas ganas de pintar; me gustaba mucho lo que estaba pasando. No dejaba de pintar, pintaba muchísimo y preparaba series enormes para las ferias y demás. Eran como producciones grandes, de muchas obras. Si tenía que hacer cinco o seis obras para “Basel”, hacía veinte, estaba todo el tiempo trabajando, como sobrellevando también un desafío indecible.

En el año 2000, tuve una invitación para hacer una residencia en Arteleku, en San Sebastián. Era un centro de arte contemporáneo fuerte e importante, y creo que allí me consolidé en el nuevo camino. Aunque cuando volví de la residencia tenía poco más que una pintura acabada. Adquirí, en esos meses, de mucha soledad y mucho esfuerzo, de muchas idas y venidas, de muchos trabajos hechos y vueltos a hacer, cierta decisión y convicción acerca de cómo pensar mi trabajo, como un giro hacia una actitud o un programa más conceptualizado. Al regresar, preparé una gran muestra, Pintura existencial (Diana Lowenstein Bs As-Miami, 2001) que inauguró en Buenos Aires y, luego, fue llevada completa a Miami. Todo eso formó parte de una experiencia muy rotunda: ahí sí sentí que definitivamente estaba yendo por el campo de la abstracción, pero sin ningún tipo de juramento personal. Para mí siempre ha sido muy fuerte ese vínculo con la narración, con ese gesto de pintar asimilado por completo al fluir de un gesto narrativo.

Lo narrativo hoy se traduce en generar pequeñas formas: es tomar módulos, elegir alguna figura, alguna pequeña conformación geométrica o un simple trazo continuo, y a partir de eso comenzar a inventar para construir un texto visual. Nunca me sentí un pintor geométrico, apenas si uso una regla, y si la uso, la uso después. Primero dibujo a mano, siempre trabajo a pulso. Mi modo es ese: encontrar un módulo y ponerme a hablar en torno al mismo. Y hablar de una manera espontánea e inconsciente, muy en el clima de aquello de que “el lenguaje nos habla”. Lacan, ¿no? A mí me fascina esa posición, me gusta que el lenguaje me hable, soy yo el que habla, pero tampoco soy yo, no mantengo tanto control ni tanta racionalidad. El trabajo de la abstracción está ligada a cierta racionalidad, a algún tipo de reflexión, como es obvio en cualquier pintura; pero en mí dura solo un momento: la totalidad es siempre impredecible, sorprendente, casi como ajena. Yo trabajo en ese campo de fluidez y vértigo. Como te estoy hablando ahora, en voz alta. ¿La corriente de la consciencia? Sí, tal vez, acercarme mucho a eso de que el discurso fluya y después uno reconocerse e, inclusive, sorprenderse con el discurso que construyó”.

 

Kristell Pfeifer, licenciada en arte visuales y periodista (Chile).