El arte en Misiones

A Oscar Bony, en memoria     

 

Recuerdo por ejemplo haber dibujado en mi cuaderno de sexto grado una copia de la Gioconda de Leonardo. Si no recuerdo mal, lo de la sonrisa sí fue un problema.

¿Cómo llegaba a mí ese deseo de dibujar la Gioconda?

Estábamos todo el día en cueros, jugando al fútbol, trepados a los árboles o metidos en guerras interminables con bandos contrarios, crueles como nosotros en la humillación y el desprecio del rival derrotado.

¿Era un repliegue sobre mí? ¿Un modo de recuperar la soledad, y con ella una imaginación que trataba de sobreponerse a los tortuosos días de la infancia, convirtiéndose en heredera involuntaria del sueño de otros?

El Arte en Misiones siempre quedaba lejos.

Había música, mucha música, y mucha música paraguaya. Había visitas infrecuentes de teatros trashumantes, con sus guiones de radioteatro.

Y el relato mítico de las misiones jesuíticas, con su adiestramiento (¿real?) de la construcción y ejecución del violín (¿y el arpa?), la talla de piedras (¿incluso el alabastro?), la fabricación del vidrio (y también de las armas).

El trágico Horacio Quiroga, casi palpable (mi madre y mi padre lo habían conocido, cada cual a su vez).

Pero del arte, la pintura, solo visiones de algunos artistas que ofrecían de puerta en puerta, paisajes o pinturas de animales, caballos (compramos una, una vez, a un pintor alemán).

(Alguien conoció una vez a Carlos Giambiagi, también es cierto).

Pero nadie enseñaba (con el tiempo supe que si: la madre de Johnny, por ejemplo); que el único maestro, Lucas Braulio Areco, había dicho que si quería ser pintor ya encontraría el camino: él sólo enseñaba música.

Por eso digo que el Arte en Misiones siempre quedaba lejos. Parecía no tener mucho parecido con el mundo circundante.

No estaba presente en la vida de la gente. Esos, los objetos que sí lo estaban eran las artesanías. Muy valoradas, a veces, pero oficios que raramente salían de un universo familiar y su repetición formal como tradición.

(Visitaba casi a diario una fábrica de baldosas cerca de casa, y con dos amiguitos paraguayos, de familias exiladas, reproducíamos en plomo soldaditos o aviones de guerra).

Y las escasas apariciones, como los caballos del pintor alemán, o unas extrañísimas garzas rosadas, que deambulaban por las paredes del consultorio del dentista, sumidas en extraños paisajes (¿tardorománticos?)

tan distintos del mundo de humedad y calor que nos abochornaba cada día.

Era una práctica extraña sin dudas, el arte. Y casi siempre quienes lo hacían venían de fuera. Buenos Aires o Rosario, Alemania, Polonia o Suiza.

Era sin dudas el límite de lo moderno: ya no podía incluirnos, no con naturalidad. Y tengo la sospecha que lo que caía de este lado, del lado donde estábamos, casi siempre eran como sombras de oscuros dramas personales, de exaltadas utopías truncas, o melancólicos rezagos de guerras remotas.

¿Para qué ser pintores o artistas entonces? ¿Quién querría?

Finalmente, siempre nos íbamos, y no regresábamos los más.

Pero regresábamos, y regresamos, y regresaremos, quizás también porque de ese modo tan extraño, casi extravagante, de todas maneras inexplicable, nosotros que vivíamos tan al margen, que no sabíamos nada, firmamos un pacto ( ¿de amor?) con el deseo de arrastrar para siempre la voluntad de fijar algo de esos recuerdos vaporosos, vaporosos en todos sus sentidos, en nuestro quehacer remoto: voluntad que nos reenvía, mal que nos pese, a la sospecha de que el Arte, siempre tan lejano y tan extraño a nuestros días, por vueltas indescriptibles había sido siempre una sombra protectora. Y una promesa continua.

 

Tulio de Sagastizábal. Buenos Aires, julio de 2007.

 

Nota

Este texto se presentó como prólogo a la muestra “Misiones Sin Llavear” realizada en 2007 en la sede de la Casa de la Cultura del Fondo Nacional de las Artes.