Fragmentos de ficción

Habitualmente, y desde hace tiempo, me gusta pensar que mis obras son frutos de un largo deseo de construir las imágenes como un modo de escribir.

¿Por qué escribir? ¿Cómo la imagen como escritura?

Tal vez derivado del gesto del dibujo que se prolonga hacia el desarrollo de unas grafías que no representaban nada inteligible, el impulso de usar las imágenes como escritura se instaló, se fue instalando, como como una creencia y práctica personal.

En una entrevista reciente, aún inédita, relataba:

“Empecé a trabajar, en jornadas de 12 y más horas diarias, y comprendí que ya no tenía muchas ganas de hacer personas ni presentar escenas, y comencé a trabajar básicamente con cierto grafismo, un compulsivo automatismo, y luego allí se sumaron algunas figuras geométricas.

Eran como encadenamientos, rastros de una voluntad narrativa que no encontraba, o no deseaba ningún objeto particular. En algunas aparecía aún alguna pequeña flor, alguna tenue resistencia a abandonar por completo toda representación.” 

Entonces: “Me di cuenta de que había ido madurando un proceso muy lentamente, pero lo importante para mí es que nunca hubo una decisión voluntaria, que no adopté la abstracción por determinados tipos de convicciones, sino que fue simplemente por una cosa del fluir del trabajo y una necesidad de despojamiento, un proceso que me sobrepasaba.

Lo que hice, creo, fue simplemente comenzar a narrar de una manera diferente, pero manteniendo el gesto de la escritura. Ya no se me hacían necesarios los personajes y empecé a ocupar la superficie de la tela de otra manera”.

Continuaba: “Así, siempre ha sido muy fuerte ese vínculo con la narración, con ese gesto de pintar asimilado al fluir de un gesto narrativo.

Lo narrativo hoy se traduce para mí en generar pequeñas formas: es tomar módulos, elegir alguna figura, alguna pequeña conformación geométrica o un simple trazo continuo, y a partir de eso comenzar a inventar para construir un texto visual.

Nunca me sentí un pintor geométrico, apenas si uso una regla y si la uso, la uso después. Primero dibujo a mano, siempre trabajo a pulso. Mi modo es ese: encontrar un módulo y ponerme a hablar a partir y en torno al mismo. Y hablar de una manera espontánea e inconsciente, muy en el clima de aquello de que “el lenguaje nos habla”.

Por ello y hasta hoy, la génesis de mis trabajos registra la actitud de alguien que frente al muro, tela o papel comienza a desplegar un discurso que es continuo, que se alimenta de su propia realización, que se prolonga, que titubea, que recomienza, que no acaba nunca.

Que devuelve todo el tiempo a su autor, la sensación y la experiencia de un navegar en el mundo imaginario, que deja, tras de sí, fragmentos de una posibilidad, de muchas posibilidades, de dar forma y realidad a un estado de extensión de un particular modo de estar en el mundo, modo que es inclasificable, imposible de aprehender, difícil incluso de entender.

Escribir imágenes que heredan la necesidad de narrar para dejar aparecer el mundo y el mundo que nos habita, o que tal vez nos habitara si pudiéramos tener y abarcar dimensiones variables, las infinitas posibilidades de un ser urgido por la curiosidad del conocimiento.

El fantasma de la libertad, en cada pliegue de una voluntad incansable, de nuestro deseo permanente de tantear, penetrar, en lo oscuro, lo enorme oscuro que es el pan de cada día.

Las obras se encadenan momentáneamente, para construr este como aquel paisaje provisorio. Nos recuerdan que ha habido un recorrido, que pudo ser otro también. Que no acabó, que las imágenes escritas no pretendieron descifrar nada, ni son un testimonio.

Estas pinturas solo pueden ser, solo desean permanecer, como fragmentos de ficción, de una ficción que refluye quizás como un intenso momento de verdad.

 

Tulio de Sagastizábal, Buenos Aires, septiembre de 2013.

 

Nota:

La entrevista la realizó Kristell Pfeifer para la revista Arte Al Límite, Santiago de Chile, abril de 2013.