Lucas Di Pascuale

Dibujos, grafismos y mensajes: el texto dibujado, el texto desbordado.

Doy vueltas al cómo decir, con la intención de acompañar. De acompañar al amigo en su aventura, al artista en su riesgo, al autor en su viaje al mundo de atrás de las cortinas y más allá del espejo, también.

El dibujo es, aquí, una práctica repleta de impulsos y secuencias, secretos y ademanes, todos con su urgencia por manifestarse.

Se abrió una puerta y aparece un dibujo que no puede despegarse ya del gesto y del acto de dibujar. Y se vuelca hacia la enunciación exigente de pensamientos y emociones, reacios a cualquier demora.

Hay mucha pasión en juego, y florece con impudor el deseo de mostrar y mostrarse en la emergencia primera, con toda la confusión que lo acompaña.

Vislumbramos recuerdos e intuiciones, que se suman, contradicen, acoplan y se expanden inacabadamente en estas instancias de un discurso que se arropa en su enorme vitalidad.

¿Pulso de la precariedad de los sentimientos?

Dibujos que parodian ilustraciones, dibujos que rastrean formas y texturas.

Dibujos que arriesgan gestos que exploran sus posibilidades, dibujos que hacen nido y se suman a la espesura.

Dibujos que recuerdan y apelan a textos leídos y releídos, autores amados, lecturas recurrentes o inolvidables. Autores trágicos o alegres, que siempre conmocionan.

Pero aquí, en el recorte de sus palabras, aparecen girones de frases y pensamientos, que fueron convertidos por la alquimia del dibujo en otro modo de vocear imágenes.

Una convivencia indespegable: textos que se evidencian como figuras, imágenes que atesoran esos textos en un mismo collar de sentidos herméticos, en el común viaje hacia profundidades que se vuelven superficie. Hacia relatos hechos música, hacia universos poblados como megalópolis de fantasmas y ensoñaciones, de vigilias y adormecimientos.

Relax y descanso de tantos conocimientos adquiridos. Memoria que deja fluir una conciencia que evalúa su insensatez y se humaniza.

Todo esto tiene algo de la visión desde la ventanilla del tren, de un tren de alta velocidad. Todo lo que está allí es real, pero se escurre, se escapa, se sucede como se suceden los actos de comprensión, que, cuando cierran en claridad, ya el objeto se ha corrido de lugar.

El desconcierto da lugar a la angustia, pero también a la curiosidad.

Se diría que el autor afronta la angustia, pero no deja  de cautivarse por la curiosidad.

El mundo se le escapa, pero las imágenes y las palabras se aferran al dibujo.

Todo texto es tejido innumerable, tejido inacabado, tiempo reconstituido, tiempo insondable pero presente.

No hay principio ni fin, cada imagen es también un recomienzo, un principio ordenador y pasajero.

También, un vértice en ningún lugar.

Pero resguarda la pasión por el hacer, el idilio con el testimonio, el afán por estar y permanecer. El placer de vislumbrar una identidad en medio del torbellino.

El lugar del vigía, del autor del código, del que aguarda el saber.

Los colores: aquí el dibujo se ancla en la pintura, se borran entonces frecuentes distinciones; pero, está claro lo que se dibuja en color, lo que llena la superficie de color va logrando que la temperatura de las imágenes aumente, que el vértigo se acelere, porque el dibujo deja de ser ya aquel corte incisivo de la punta del lápiz que indagaba en la mímesis.

Cuando Lucas exhibe sus delicados papeles de arroz, literalmente los despliega pues vienen con frecuencia plegados, tal vez en dos o varios pliegues, abre una caja impredecible, rompe algún sello mágico y aflora el universo multicolor de los infinitos episodios atesorados entre esos sutiles planos, derramados en los momentos de soledad y pulsión narrativa.

Da temor hablar de la magia del dibujo, entonces prometemos no decirlo y guardamos silencio, sabiendo bien que tal cosa sin lugar a duda existe.

Y aquí se hizo presente.

 

Tulio de Sagastizábal, agosto de 2019.