Prólogo para Antología inestable

Por Fabián Lebenglik

Prólogo para la muestra “Antología Inestable” presentada primero en el MAC, Museo de Arte Contemporáneo, de Bahía Blanca y en el MAMBA, Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, depués, en 1995.

La especificación de inestable, que Tulio de Sagastizábal utiliza para precisar el carácter especial de su muestra antológica, echa luz no solo sobre el tipo de relación que se establece entre las pinturas que integran esta particular colección de obras, sino también sobre la concepción de la pintura que tiene el artista.

La palabra “inestable”, aplicada a una antología de cuadros, funciona como en las “combinaciones inestables” catalogadas por la química. Desde el punto de vista científico, la clasificación no estable de una sustancia indica la posibilidad de variación, su condición provisoria. El paso del tiempo, o la irrupción de agentes externos, como la luz o el aire, convierten en precarias esas combinaciones, las transforman en otra cosa, tal como sucede en la presente antología. Obviamente en el arte, al revés que en la ciencia, las reacciones no de pueden predecir.

Si ahora exhibe su obra bajo la consigna de una seleccion antologica, la gran exposición anterior del artista – “Relatos reunidos”, 1991- se trató de una retrospectiva. Tulio piensa su obra en bloques, en grandes etapas donde cada cuadro es un eslabón de la pintura, una parte dentro de una secuencia mayor en la que los procesos artísticos están encadenados. En aquella muestra la retrospeccion era también una introspección, un acto reflexivo sobre la propia producción y sobre las maneras de narrar desde la imagen. La etapa que se cierra con aquella retrospectiva contaba en clave su iniciación en el arte, los episodios de un itinerario técnico que iba del dibujo al collage y de allí a una pintura ansiosa que quería decirlo todo en cada trabajo. Luego el color se borra y pasa a la pintura sobre madera. Después vuelve a la tela, y también el color vuelve. Aquella exposición, como casi toda la pintura de los ochenta, daba cuenta de una década pasando el código narrativo por el pictórico. Pero la técnica dejaba paso a la idea del viaje, evocada por un personaje que se traslada del campo a la ciudad, de la ciudad al mar, del mar al océano y que, como un eco, recibía del océano lo que la resaca devuelve y deposita en la costa: una botella con un relato enrollado.

Ese relato podría condensar la historia de una vida.

Tulio de Sagastizábal nació en la provincia de Misiones en 1948. Durante la niñez en Posadas dibujaba mucho, pero también lo hacía en Buenos Aires, adonde viajaba todos los veranos hasta finalmente instalarse con toda su familia. En la casa materna de la provincia o en la de su abuela porteña, se sentaba horas de horas, en un rincón, en silencio, a inventar dibujos, pero sobre todo a copiar los cuadros canónicos de la historia del arte. Cuando cumplio catorce años, su madre le regalo un libro del Museo del Louvre con una dedicatoria profética que decía: “Para mi hijo, futuro pintor”. Pero antes de transformarse en lo que auguraba su madre, vivió otra vida, asociada a un consejo paterno que lo guió durante varios años.

“Mi padre me enseñó a ser temerario – cuenta el pintor- y fue una enseñanza imprudente. El me obligaba a ser temerario. Me llevaba en bote y en un momento me tiraba en el río y me decía: “Ahora, si no nadas te ahogas”. Así de pedagogicos eran sus métodos. Me inducía a meterme en un bosque sin luz y yo lo hacía, porque era una prueba de coraje. Y todo estaba lleno de fantasmas y monstruos. El amaba las carreras y me aconsejaba: “Hacé como Leguisamo: desde atrás y por los palos”. Me quería hacer astuto, porque si uno avanza desde atrás, puede ver el panorama, puede controlar lo que pasa adelante… y por otro lado, tenía que correr por el lado de los palos, que era una situación de riesgo. Avanzar por los palos es muy peligroso. Esos eran los ejemplos de mi viejo: astucia y temeridad”.

Durante la adolescencia y hasta los veintitrés años el futuro artista tuvo una activa militancia política, en una experiencia que vista a la distancia podría pensarse como paranoica al revés: en vez de que los peligros lo persiguieran, él iba hacia el peligro. En esa década argentina compleja fue un completo solitario, casi un disciplinado jesuita misionero. Hasta que soñó que todo eso iba a terminar como finalmente terminó.

Después vino un exilio voluntario. Pasó siete años por el mundo, hasta los treinta. Vivió en España, Italia, Francia, Marruecos, Brasil, Perú… con algunas visitas fugaces a Misiones y Buenos Aires.

En Europa vio la pintura. Descubrió por sí mismo a los grandes artistas: nadie se lo había contado. Descubrió también esas cualidades intrínsecas, tan difíciles de transmitir, que permiten reconocer un buen cuadro cuando se está frente a él.

“No decidí hasta los 27 años convertirme en pintor – dice-; y a los 30, cuando no encontré otra cosa que pudiera interesarme, y no me imagine otro destino, me hice pintor. El único destino alternativo posible, que por suerte había clausurado, era el de militante político, donde no me sentí bien. Casi diría que no elegí ser artista, sino que fue el único camino que me quedo. Volví a Argentina y me puse a trabajar en serlo. Aprendí el valor de ser un sobreviviente, que no es poca cosa. Y creo que todo eso lo puse en la obra. Tengo la sensación de que cuando uno traza una línea de determinada manera, en esa línea hay una memoria que queda inscripta. Es una intuición y a la vez es una suposición un poco arriesgada”. Cambio la temeridad por una delicada cortesía y un gran refinamiento. Más allá de algunos talleres ocasionales, el aprendizaje se basó en el autodidactismo. Su pintura se fue consolidando hasta que a fines de los ochenta y comienzos de los noventa logra una calidad que nadie puso en duda. La condición narrativa comienza a cambiar por una pintura indecible, más sentida. La respuesta fue inmediata: entre 1991 y 1992 recibió una beca de la Fundación Antorchas para trabajar en el taller Kuitca; fue seleccionado para participar en la Bienal de La Habana y en el festival “Les Allumnées”, que la ciudad francesa Nantes organizó para homenajear a Buenos Aires. Ganó el premio que el Concejo Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires organizó para conmemorar el Quinto Centenario del Descubrimiento de América. Después, casi con naturalidad, su actividad internacional sigue creciendo. Los cuadros sobre sus viajes sin rumbo, lo llevan a viajar como pintor.

El periodo 91-92 constituye un hito en la carrera de Tulio y también un punto de inflexión. Si toda la producción previa contaba en clave los años “perdidos” de su otra vida, de viajero exiliado, a partir de los noventa, cuando se siente firme en el terreno del arte, el mecanismo del relato se disuelve, deja de ser el motor de sus cuadros, que ya no evocan una temporalidad, ya no narran un transcurso. En los ochenta era una autobiografía encubierta; en los noventa cuenta otra historia, no narrativa, sino de puro presente.

La entrada tardía en la pintura lo conectó con la generación siguiente, le evitó algunos apresuramientos y lo diferenció en varios sentidos de los artistas de su propia generación, que en líneas generales están cansados y tienen una mezcla de resentimiento por pertenecer a un país tan maltratado y empobrecido y al mismo tiempo se cierran sobre una estrategia de autodefensa refractaria imposible de sostener. En este sentido Tulio torció los prejuicios generacionales y los utilizó para enriquecer su obra, cada vez más hondamente pictórica y por lo tanto relacionada con la profundidad de la vida y el pensamiento. Trajo a la superficie el agujero negro de sus años errantes.

Como en el caso de la comparación con la química, nuevamente la ciencia sirve como idea asociativa. La astronomía explica los agujeros negros como fenomenos cosmicos que condensan extraordinariamente la energía y tienen una fuerza de atracción enorme. La otra vida de Tulio, ese agujero negro, constituye la materia y la energía que toma la forma en sus cuadros. Hasta la misma corporización de los agujeros en la serie que funciona como la bisagra pinta un conjunto de manchas incandescentes- en un vuelco sorpresivo hacia la abstracción- que no por casualidad titula Daimon (“demonio”). Por otra parte, los agujeros negros no son visibles, sino que son una hipótesis que se deduce de ciertos epifenómenos que producen. Son objetos teóricos cuya existencia se infiere por las huellas que dejan. Podría ser una definición de la belleza.

A lo largo de toda la antología se pueden ver las formas recurrentes y también los saltos. En las pinturas recientes, los círculos o agujeros que supuestamente obstaculizan la imagen – como idea de plenitud y representación narcisistica, como totalización de pura presencia o ausencia pura-, por momentos obturan la imagen central y por momentos la transparentan o la sustituyen. Allí está uno de los núcleos del funcionamiento de la pintura del artista, que pulsa por mostrar y ocultar, por producir fricciones y abrir un espacio. Lo mismo sucede cuando sobre el motivo central, se superponen corazones o abanicos. Esta última figura le sirve, por ejemplo, para trabajar los pliegues virtuales del plano.

En cada una de las pinturas de Tulio de Sagastizábal hay un sistema de relaciones inestables donde se producen encuentros entre lógicas y lenguajes de funcionamientos diferentes. Cada cuadro consigue un encuentro heterodoxo entre fondo y figura, abstracción y figuración, línea y color, dibujo y pintura y así siguiendo. Su obra propone una idea de la belleza como relación momentánea y encuentro entre la armonía y la inestabilidad, como si se hiciera un recorte armónico tomado de una serie mayor, de un contexto inarmonico. La belleza de sus cuadros no es tranquilizadora, sino sorpresiva, inquietante e inspiradora.