“Nadia Drubich es Nadia que pinta incansablemente una escritura llena de imágenes, de episodios que ocurrieron, que no ocurrieron, que no podrían ocurrir, pero que siguen sucediendo porque personas, objetos y recuerdos quedan siempre sometidos a ser contados en lenguas que no tienen reglas, no tienen sintaxis y sus semánticas solo dicen que hay mucho por decir”.

Escribí este párrafo hace dos años, en un intento de poder acercarme y acercar a otros al vértigo que, en las pinturas de Nadia, se despliega como acto inocente, natural y sin pretensiones.

Su escritura realiza un gesto continuo de contar con las imágenes lo que todos entrevemos como mundos indescriptibles, inaprehensibles y subterráneos. Presenta sutiles emergencias quizás entrevistas en visiones y/ o vislumbres veloces, destellos de un insondable deseo de alcanzar la luz; desterradas percepciones que podrían tal vez aterrar o hipnotizar.

Art brut gustaba de llamar a este modo de hacer que, instalado de lleno en el campo de la pintura, decide interrogarla con atrevimiento y desparpajo, tensando sus posibilidades formales hacia los límites de ese hacer. Todo entusiasmo, todo pasión, todo transcurrir con velocidad, placer e incertidumbre sobre la superficie amada.

Entrelíneas sabemos que hay homenajes a pintores o pinturas admiradas, pequeñas citas, pequeños fragmentos retomados de Matisse o Gauguin, de Picasso o Chagall, (¿Kandinsky también?). Solo argumentos en verdad para volver a la carga con los pasteles y los óleos, los solventes y sus trapos, las escrituras y las sobrescrituras, trazos, manchas y toda una cartografía de la presencia impulsiva de una artista que define su estilo por la perseverancia en el modo de producir.

Ejercicios permanentes en la práctica del intento nunca declarado por alcanzar con las manos y sus herramientas un acontecer que nos devuelve a lo mágico de lo inhabitual.

En este camino, quedan las huellas de un talento fresco, siempre renovado y sorprendente como el de Nadia Drubich.

Tulio de Sagastizábal, enero de 2020.