Alejandro Vainstein, tres o cuatro acercamientos a una vida todavía distante

“La luna llegó a mi por accidente. Al volver a casa una noche, hace siete u ocho años, este patio al que da mi taller estaba bañado en luz de luna.Todo era plateado. Saqué mi caballete y lo pinté”.

 

A veces ocurre que en unas pocas palabras o un breve relato, como éste, quedan contenidos tantos pensamientos, reflexiones y hábitos, que difícilmente podemos expresarlos de otro modo con tanta claridad.

Un pintor es impulsivo siempre, es como un mito. A veces se controla mucho, otras no. O unos si y otros no. O durante años si, y luego ya no. También lo contrario.

Alejandro ha sido un pintor verdaderamente impulsivo, al punto de provocar en 1951 el siguiente comentario de Julio E.Payró: “Alejandro Vainstein ilustra el caso, excepcional en nuestro medio, del artista que tiene la vocación heroica de la pintura”.

Pero sin dudas sometió ese impulso a una larga educación. Había adquirido la destreza de traducir los impulsos gestuales en herramientas de construcción de la imagen. Como un abecedario silencioso, íntimo, muy personal, donde cada gesto aparece modelando un discurso visual que se despliega entre mancha y mancha, forma y forma, presencias y vacíos.

Tuvo una larga formación: unos años iniciales junto a Esteban Lisa, desde sus 17 años (1934) hasta el 1943, cuando decide continuar su aprendizaje en el taller de Emilio Pettoruti, por otros nueve años, hasta 1952. Desde entonces y hasta 1959, se desempeñaría como ayudante en dicho taller, del que se haría cargo en las ausencias del maestro.

Finalmente, dirige su propio taller, primero en un sótano de la calle Charcas, a pasos de Coronel Díaz. Después, en la esquina de Hipólito Yrigoyen y Combate de los Pozos.

Allá, en el taller de Pettoruti, también en la calle Charcas, pero casi frente al palacio Pizurno, conoció a María Juana Heras de Velasco, que fue quien me sugirió que estudiara con él en 1973. Alejandro está aun completamente embebido del aprendizaje realizado con el maestro platense. Guillermo de Torre diría por entonces: “Vainstein prolonga un linaje moderno de más solidez y sustancia: el mismo que ha dado origen, entre nosotros, a las mejores creaciones de Pettoruti”.

Pero esos años, comienzos de los sesenta, que marcan su independencia laboral también indican un giro muy fuerte en su producción, un claro alejamiento de las estéticas rigurosamente formales a las que había adherido: “se manejó con lenguaje expresionista, impulsivo, violento a veces” comentaba ya Hugo Monzón en La Opinión acerca de las sesenta obras, concluidas en 1967 (tras años de realización y aún inéditas en 1974 cuando Monzón las visita en el sótano de Charcas).

“Un moderno repertorio gráfico, encolando en sus telas desnudos publicitarios, objetos de consumo, documentos, láminas pedagógicas”, continuaba Monzón. Este expresionismo, una cierta efusión narrativa, podría señalar quizás un curioso reencuentro de Alejandro con su primer maestro, Esteban Lisa; pero ¿cómo saberlo verdaderamente ahora?

En el desarrollo posterior de esta nueva identidad, que se afianza en la construcción de los collages tan frecuentes en sus últimas etapas, como en el homenaje a Paollo Ucello presente en la muestra actual, creo ver algunas de las obras más potentes de Alejandro, algo de lo que uno casi no resiste a llamar sus mejores momentos.

Porque entusiasma además ver aparecer con tanta claridad en sus obras al gran e incansable dibujante que Alejandro siempre ha sido.

Su desbordante expresividad emociona, y es muy actual. Se asimila a la sinceridad intensa que deseamos suponer en las grandes obras.

Transparentan el complejo saber que los maestros intentan transmitir a sus aprendices.

Porque Alejandro también encarnó la tradición del taller, de la formación decisiva de los artistas en talleres, del universo denso y cargado de reminiscencias y saberes, que los talleres significaban. Casi como una tradición marginal, un poco secreta, un poco de laboratorios alquímicos.

En los talleres se transmitía un saber que no estaba codificado, o estaba inscripto en códigos que suponían un aprendizaje excéntrico; un saber que eludía, o buscaba contradecir casi siempre, a la academia contemporánea a su existencia.

El saber se enunciaba en la innumerabilidad de gestos que acompañaban y llenaban el espacio compartido de trabajo y aprendizaje. Ese aire, enrarecido y seductor, inundaba todos los rincones del taller de Alejandro.

Yo había desistido entonces de toda formación académica y universitaria, había desistido de muchas otras cosas también. Estaba en el momento exacto en que la figura de un taller como el de Alejandro suponía el cruce definitivo de una frontera, un umbral, afrontar el misterio de una nueva iniciación.

Tal vez Alejandro nunca supo esto, no lo sé: que su taller de un modo inercial e involuntario encarnaba un espacio ideal para la proyección de sueños y ambiciones de quienes ya habían decidido dedicar su vida al arte.

Los talleres se investían (¿se invisten?) de estas expectativas, participaban de estos universos secretos, de estas complicidades más o menos denunciadas.

Aún para entonces, el arte y la práctica de la pintura continuaban atravesados por el aura de los siglos de tradiciones. Aprender era no solo saber pintar, tenía mucho de aprender a apropiarse del fantasma que podía significar la comprensión o incomprensión definitivas del universo de un saber esquivo.

Se comenzaba por el abc, del dibujo y los colores, las mezclas en la paleta y la preparación del médium; las naturalezas muertas, los objetos y los paños; la luz traducida en la pintura.

“Me enseñó desde cómo limpiar los pinceles, preparar y limpiar la paleta del pintor, las proporciones de aguarrás vegetal, aceite de lino y barniz damar para preparar el medium de las pinturas al óleo; hasta cómo aprender a ver y comparar las relaciones de luces y sombras a través de las naturalezas muertas que sólo él podía diseñar. No le gustaba que los alumnos decidieran cómo pintarlas. Era él quien nos dirigía como maestro” (Es un recuerdo de Verónica Navajas, también alumna de Alejandro).

Historias de talleres, redes de talleres, talleres ya tan míticos como los de Lisa, Fontana, Torres García, Pettoruti, Spilimbergo, Butler, Urruchúa, Batlle Planas, Iommi, Kemble, Noé, Gorriarena, Aizemberg, Páez, Aida Carballo, Pablo Suárez y tantos tantos otros.

Talleres que se sucedían a talleres, saberes que se sumaban a saberes. Luchas teóricas y también personalistas. A veces los nucleamientos alrededor de los talleres podían dar un mapa de las estéticas en cuestión. Pero podía ocurrir, y quizás con frecuencia, que de un taller como el de Pettoruti emergiera un pintor tan distinto como lo ha sido Carpani.

Alejandro Vainstein, espíritu crítico, ánimo combativo, malhumorado, silencioso, cortante y solitario, orgulloso siempre. En los talleres en que se formó, adquirió ese conocimiento, me gusta pensar así, que luego transmitió (voluntaria o involuntariamente, tampoco sé cómo saberlo ahora) con su ejemplo, con su esforzada vida: el mayor aprendizaje es saber que nunca llegaremos, sólo merodeamos; pero merodeamos siempre, merodeamos con la mejor pasión, con el máximo esfuerzo, con tanta disciplina.

Alejandro Vainstein, nació en Odessa en julio de 1917, se casó con María Rosa Farías, que comenzó a estudiar con él en 1962. Expuso por última vez en 2001, a los 83 años, en la galería de Frans Van Riel. Falleció en noviembre de 2003.

 

Tulio de Sagastizábal, Buenos Aires, julio de 2008.

 

Notas

  • La cita de Julio E. Payró esta extraída del prólogo que le escribiera para la muestra en la Galería Antu, en octubre de 1951 (Archivos de la Fundación Espigas, Buenos Aires).
  • La cita de Guillermo de Torre fue escrita en el prólogo de la muestra de la Galería Van Riel, sala 5, en octubre de 1959 (también en archivos de la Fundación Espigas, Buenos Aires).
  • La fecha de nacimiento utilizada, del 17 de julio de 1917, me fue mencionada por María Rosa Farías, su viuda. En algunos documentos le atribuyen a su nacimiento el año de 1918.