El error y el amor (un título provisorio)

En la noche enorme del campo argentino, todo se recorta en el silencio oscuro.

Y allí, las luces brillan y titilan como breves existencias que se hunden en un mar profundo que acuna, dicen, todo lo que es temido e ignorado. Luces que saben huir veloces antes de que un pensamiento las atrape.

Frágiles, entonces, fueron las primeras indicaciones y señales del camino que se insinuaba en la voluntad que un día animó a Luján Castellani a tomar una cámara y hacer ¡clik! en esa dirección.

“Esas imágenes…las necesitaba. Sentía que me estaban esperando”; en esa dirección estuvo también aprehender la lección de la fugacidad.

Para que nada se instale a perpetuidad, tal vez unos pocos homenajes, pues lo estable en su poética han sido desde siempre la mudanza y los cambios…De andar por el mundo, lo que le gusta es andar mucho, así podría describir una constante suya, suponiendo, desde luego, que cuando Luján tomó la cámara como herramienta, desde el inicio lo hizo sabiendo de que estaba a resguardo de preocupaciones y obsesiones técnicas tan gravosas para tantos.

Fotografiar no era entonces el camino, el definitivo, pero iba a acompañarla ya (¿para siempre?) como una voluptuosa cantimplora.

“Hay un delicado modo experimental de proceder tan íntimamente identificado con el objeto de que se convierte por ello en teoría” decía Goethe según cita W. Benjamin.

Un modo complejo de alterar y subvertir la rutina de producir ideas e imágenes, que pulsan la infinita curiosidad de un artista: la urgencia de conocer y descubrir.

Para ver qué ocurre, y también para que alcance a construir un relato que nos permita hablar de lo que aún no sabemos nombrar. También para aceptar a ese otro que sabemos que sabe en nosotros y aguarda, impaciente, en el andamiaje del lenguaje, su turno de existir.

Este modo experimental, en las manos de Luján Castellani, implica una torsión acentuada en los usos de la imagen fotográfica, o en los usos de lo fotografiado. Porque toda o casi toda la producción “fotográfica” encarada por Luján se instala en los límites de las funciones de la disciplina. “Porque el arte…llega por las tangentes” (Luján dixit).

Las “fotos” de Luján ya casi nunca serán en realidad fotos en el sentido de lo habitual, de lo convenido. Sin embargo, son imágenes que no pueden prescindir de lo fotografiado. Arraigan poderosamente en el acto del registro, de la constatación, de aquello ‘de esto fue o ha sido’, que la fotografía consagró como tarea propia.

Esa permanencia del registro perdura en todo el acopio del material de desecho, o fuera de toda valorización, del que Lujan ha hecho su cantera; al punto que en la descomunal instalación del Estudio Abierto del 2006 en el antiguo edificio del Correo Central, hablamos de 25.000 “retratos” como dobles metafóricos de los miles y miles de remitentes y destinatarios de las cartas que por allí circularon.

Pero en cualquier pensamiento sobre el documento, o el valor documental de las fotografías, ya cernía, en Luján, el impulso a un más allá que evidenciara la subjetividad de la autoría. Abraza lo que parece ser la inercia de una continuidad en acto, desenmascarado, ahora, de la manipulación del autor de toda mirada sobre el objeto puesto en su mira.

Así se suceden en una continuidad hecha también de saltos y sorpresas, las series de Mala Copia, Retratos, Paisajes y Objetos Fotográficos. Cada una de las cuales funciona, a su vez, como un pequeño universo autónomo, que celebra o el azar que le dio pie a su existir o la aparición de un nuevo recurso constructivo. Y pueden culminar en obras hermosas y complejas como, por ejemplo, Sudestada.

El universo táctil de la mirada se objetiva, se pone fuera (y, en un desliz, de las luces quedan propiamente las luces, y nace entonces una instalación múltiple y seductora: Bajo Consumo).

Ya estaba todo allí, porque al mirar es inevitable tocar, acariciar, rechazar, dar vuelta, indagar. Nadie deja tranquilo jamás a un objeto que es mirado (objeto, persona, cosa, se entiende). Es como ir con los dedos al enchufe nuevamente, y ver qué pasa, buscar que pase.

Hacia una forma de contacto que tendrá a su vez en Luján una, y otra vez, continuidad natural en sus tareas como artista que centra su acción en la preocupación, el ansia, su elogio de lo que ella misma llama (leer sus propios textos, siempre) “el vínculo”.

El desarrollo de esa idea y gusto por la tarea vincular puede revelarse en actividades complicadas y comprometidas, de su tiempo y cabeza, como su colaboración permanente en los proyectos de El Levante, o de un modo muy distinto, en la arriesgada decisión de Vaciando la Baulera. De a ratos, poniendo un pie en el acelerador en un esfuerzo constante por cambiar el sopor, sin temor al error.

De hecho, pareciera que Luján ha hecho suyo aquel pensamiento de Foucault: “en última instancia la vida es aquello que es capaz de error, de allí su carácter radical”. “Fabular es inventar lo que falta, delirar un espacio por venir’ y también “prefiero desviarme de los caminos contaminados por los resultados y buscar compañía dentro del laberinto” (Luján).

Finalmente, hablamos de una artista que se despliega, coherente, en un amplio y ambicioso territorio, dónde no se afirman destrezas ni habilidades, no se garantizan resultados o productos, no se marcan fronteras vehementes entre hacer o proyectar, estar solo o en compañía, decir o querer decir.

Lo que se recoge, entonces, son las huellas de un recorrido, las huellas que permanecen o pueden reconstruirse, y son visibles ahora, donde consta que un día se alcanzó la belleza, otro día la ironía, más allá el asombro o el esfuerzo o el descubrimiento, una cierta gracia.

Pero siempre, siempre, como en las oscuras noches de la inmensidad donde ha crecido, brillan el entusiasmo, la pasión y el secreto don de la gratitud por tener ojos para ver este mundo.

 

Tulio de Sagastizábal, marzo de 2008.

 

Nota:

Texto que acompañó la curaduría de la muestra antológica “El Error y El Amor”, de Lujan Castellani en el Parque de España de Rosario, en 2008.