Los disfraces de la pintura

Por Fabián Lebenglik

El martes a las siete de la tarde se inicia una muestra y comienza a clausurarse una galería. Se trata del a muestra de pinturas, objetos e instalaciones de Tulio de Sagastizábal en la galería Diana Lowenstein (avenida Alvear 1595), que con esta exposición cerrará su sala porteña para seguir con la actividad en la sede que abrió recientemente en Miami, donde seguirá exhibiendo a varios artistas argentinos. Después de una buena gestión nacional e internacional –en las principales ferias de arte del mundo– que comenzó en 1989, la galerista y coleccionista se mudó al estado norteamericano de Florida, donde tiene previsto presentar una muestra de Tulio de Sagastizábal en febrero próximo.

Si se hiciera un recorrido esquemático por el itinerario pictórico de Tulio de Sagastizábal, ese recorrido podría dividirse, a grandes rasgos, en dos etapas no necesariamente cronológicas ni estrictamente sucesivas. Ambas etapas, en desarrollo no lineal, exhiben marchas y contramarchas. La primera etapa tiene una fuerte carga narrativa y figurativa. La segunda constituye un repliegue sobre el lenguaje pictórico, libre de la figuración y por lo tanto libre también de cualquier posibilidad de relato. En ese repliegue hay, aparentemente, concisión, racionalidad, contención, serenidad. Mientras que en la época narrativa era notoria una mirada más o menos nostálgica, dramática y no urbana.

El pintor pareciera haber dejado atrás una serie de evocaciones para cambiar su relación imaginaria con el mundo. De Sagastizábal huye de ciertos acentos y se propone, a partir de 1996, un punto de partida más conceptual, recuperando la abstracción de las vanguardias históricas y los efectos –para llamarlos de algún modo– “decorativos” del arte modernista. Y aunque ahora pinte grillas y patrones aparentemente rígidos (la rigidez es sólo [sic] un efecto visual inducido por la reproducción fotográfica), se trata en realidad de un conjunto de pinturas que respiran una lúcida imperfección, donde la geometría es solo un instrumento engañoso, un sabio disfraz. El placer de la pintura pura se recupera en las veladuras, en los matices, en los colores, en el cuerpo apenas perceptible de la materia pintada y en las también casi imperceptibles capas de pintura que atraviesan la tela. A su vez, esas estructuras toman cuerpo y se escapan de la superficie para ocupar la pared y el piso.

El alejamiento de la pintura narrativa, paradójicamente, produce en este punto un acercamiento hacia la materialidad y hacia el volumen, hacia la escultura, la arquitectura, y también hacia el dibujo libre e improvisado. También se percibe la sinestesia modernista que sugiere un ritmo visual al modo de una notación casi musical.

Al alejarse del relato el pintor se mete de lleno en el mundo del color, el punto, la línea, el plano y la estructura. Ofrece una suerte de semiología de los elementos pictóricos básicos y se remite a la percepción del espectador.

Tulio de Sagastizábal nació en la provincia de Misiones en 1948. Durante la niñez en Posadas dibujaba mucho, pero también lo hacía en Buenos Aires, adonde viajaba todos los veranos hasta finalmente instalarse con toda su familia en esta ciudad. En la casa materna de provincia o en la de su abuela porteña, se sentaba a dibujar durante horas en un rincón, en silencio, fundamentalmente para copiar los cuadros canónicos de la historia del arte. Cuando cumplió catorce años, su madre le regaló un libro del Museo del Louvre con una dedicatoria profética que decía: “Para mi hijo Tulio, futuro pintor”.

Pero antes de transformarse en lo que aseguraba su madre, vivió otras alternativas. Durante la adolescencia y hasta los veintitrés años el futuro artista militó activamente en política, en una experiencia que vista a la distancia podría pensarse como paranoica al revés: en vez de que los peligros lo persiguieran, él iba hacia el peligro. En esa década argentina compleja fue un solitario, casi un disciplinado jesuita misionero. Hasta que soñó que todo eso iba a terminar como finalmente terminó.

Después vino el exilio inevitable. Hasta los treinta vivió por el mundo: en España, Italia, Francia, Marruecos, Brasil, Perú… con algunas visitas fugaces a Misiones y Buenos Aires.

En Europa vio la pintura. Descubrió por sí mismo a los grandes artistas: “A los 30 años”, dice, “cuando no encontré otra cosa que pudiera interesarme, y no me imaginé otro destino, me hice pintor. Casi diría que no elegí ser artista, sino que fue el único camino que me quedó. Volví a la Argentina y me puse a trabajar en serio. Aprendí el valor de ser un sobreviviente, que no es poca cosa. Y creo que todo eso lo puse en la obra. Tengo la sensación de que cuando uno traza una línea de determinada manera, en esa línea hay una memoria que queda inscripta. Es una intuición y a la vez es una suposición un poco arriesgada”.

Más allá de algunos talleres ocasionales, el aprendizaje artístico se basó en el autodidactismo. Su pintura se fue consolidando hasta que a fines de los 80 y comienzos de los 90 logra una calidad que nadie puso en duda. La condición narrativa comienza a cambiar por una pintura indecible, tal vez más sentida. La respuesta fue inmediata: entre 1991 y 1992 recibió una beca de la Fundación Antorchas para trabajar en el taller de Guillermo Kuitca; fue seleccionado para participar en la Bienal de La Habana y en el Festival Les Allumées, que la ciudad francesa de Nantes organizó para homenajear a Buenos Aires. Ganó el premio que el ex Concejo Deliberante de la ciudad de Buenos Aires organizó para conmemorar el Quinto Centenario del Descubrimiento de América. Después, casi con naturalidad, su actividad internacional sigue creciendo. Los cuadros sobre sus viajes sin rumbo lo llevan a viajar como pintor.

El periodo 91-92 constituye un hito en la carrera de Tulio y también un punto de inflexión. Si toda la producción previa contaba en clave los años “perdidos” de su otra vida, de viajero exiliado, a partir de los 90, cuando se siente firme en el terreno del arte, el mecanismo del relato se disuelve, deja de ser el motor de sus cuadros, que ya no evocan una temporalidad, ya no narran un transcurso. En los 80 su pintura contaba de manera encubierta una autobiografía; en los 90 cuenta otra historia, no narrativa, sino de puro presente.

La entrada tardía en la pintura lo conectó con la generación siguiente, le evitó algunos apresuramientos y lo diferenció en varios sentidos de los artistas de su propia generación.

En su gran muestra de 1995 (“Antología inestable” en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires), presentaba formas recurrentes y también saltos en la imagen. En las pinturas de 1994 y 1995 los círculos que supuestamente obstaculizan la imagen –como idea de plenitud y representación narcisística, como totalización de pura presencia o ausencia pura–, por momentos obturan la imagen central y por otros la transparentan o la sustituyen. Allí está uno de los núcleos del funcionamiento de la pintura del artista por esos años, que pulsa por mostrar y ocultar, por producir fricciones y abrir un espacio.

En cada una de las pinturas de Tulio de Sagastizábal hay un sistema de relaciones inestables donde se producen encuentros entre lógicas y lenguajes de funcionamientos diferentes. Cada cuadro de aquella época consigue un encuentro heterodoxo entre fondo y figura, abstracción y figuración, línea y color, dibujo y pintura y así siguiendo.

En 1996 De Sagastizábal pinta una serie en la que vuelca, en términos pictóricos, formas y paisajes que lo impactaron de su viaje a México, con motivo de la exposición que allí presentó.

En su siguiente exposición “Pinturas indolentes” (Der Brücke, 1997), el artista revisita las artes visuales de los años 30, cuyo motor era la autorreferencia la abstracción y el festejo del arte. Una manera de tomar distancia del dramatismo, aunque fuera por un momento. En ese momento construye imágenes en base a la síntesis de planos, a la simplificación y estilización, al modo de modernos estandartes.

Los cambios en su obra pasan de ser morfológicos a ser lingüísticos. Los cuadros son pensados en series y ya no más como unidades exclusivamente autónomas. La unidad de creación se desplaza de la obra singular al conjunto. Del tema a la variación.

El pintor busca desde entonces colocar a la pintura en una dimensión real, premeditadamente “menor” y “decorativa”: tal el estatuto pictórico en la contemporaneidad. La pintura ocupa un lugar módico, sin mayores pretensiones, aunque ese lugar es de menor extensión, sin embargo esa restricción territorial se hace más profunda.

La exposición reserva varias sorpresas para los visitantes, porque al cierre de esta nota el pintor está montando la exhibición, en la que, además de colgar los cuadros y distribuir los objetos, pintará directamente sobre la pared, armará un gran panel de dibujos tan libres como extraños y desplegará objetos que saldrán literalmente a recorrer las paredes de la galería.

 

Pintura existencial, la muestra de Tulio de Sagastizábal puede visitarse desde el martes 22 de mayo hasta finales de junio (de lunes a viernes de 11 a 20 hs. y los sábados de 10.30 a 14 hs.) en la última muestra de la galería Diana Lowenstein (avenida Alvear 1595).