Nada ocurre dos veces

Pintar ya no es un acto automático, si alguna vez lo fue Pintar es cada vez más una práctica de morosa reflexión. Una práctica larga, sostenida y esforzada, de una reflexión que se derrama sobre todo lo que es propio (o personal) para luego regresar al acto primario de pintar sobre un papel o una tela, como retorno a la autoconciencia de esa voluntad de apropiación y dominio, de control y comprensión que toda enunciación inaugura.

Porque pintar ya no es un acto único, si alguna vez lo fue. Pintar es recorrer como acto múltiple distancias imprecisas que no comienzan ni terminan en una sucesión de cosa lógica. Pintar perdió historicidad. Pintar se desembaraza de su larga tradición. Pintar también puede respirar el ritmo de una renovada ignorancia.

¿Quién podría creer que se puede avanzar en un universo que está quebrado?

¿Quién podría creer que pensar no es seguir la lógica de los acontecimientos?

La morosa reflexión se da en actos de resonancia que los gestos desenvuelven.

Pintar es provocar los ecos que como espejos súbitos construyen la materia del lugar que habitaremos.

Pintar no es real. Lo pintado nos recuerda que comenzó a serlo.

Pintar es un acto nuevo. Pintar ya no es trascendente.

Pintar especula sobre cómo es su relación con el mundo. Y también es cómplice en traer el mundo a colación.

Pintar arma y desarma, pintar dice y se pregunta. Pintar es algo diferente.

Podríamos suponer que se deje de pintar: podríamos ser más indiferentes.

Pintar es ahora, aprehende el presente.

Pintar es, insisto, una reflexión morosa, continua, perseverante.

Pintar no agota las palabras

 

Tulio de Sagastizábal, noviembre de 2003.

 

Nota:

Prólogo de la muestra “Nada Ocurre Dos Veces”, realizada en 2003 en la Galeria Rubbers de Buenos Aires.