Prólogo a la muestra Heterónimos

Por Eduardo Stupía

Tulio de Sagastizabal titula a su muestra Heterónimos, en referencia a los alter egos detrás de los cuales Fernando Pessoa eventualmente se ocultaba, y confiesa que lo hace porque ha sentido “que también quizás mis pinturas nunca las pintó un mismo autor¨. A la vez, para TDS la idea de heterónimos, ¨está bastante referida a mi hábito de estar siempre tanteando figuras diferentes en la construcción de las pinturas, y no solamente en lo que hace a las obras de esta muestra, que desde luego incluye diversas variantes”.

Claro que, tanto esas “figuras diferentes”, como las “diversas variantes” de las que habla Tulio, lejos de proponer un explícito quiebre de identidades pictóricas, son, sino imperceptibles, definitivamente pertenecientes a un mismo grupo étnico, a una misma filología visual. En TDS, la clave para la variación es, apenas, la mínima, discreta irrupción de un cromosoma alterado en la serie genética; un lapsus en una economía de rasgos donde la semejanza formal – mejor dicho, la insistencia – y un campo de acción siempre acotado son precisamente la nota dominante, un tejido coherente al que, de repente, le sube la fiebre, acuciado íntimamente por el virus de una asordinada metamorfosis.

También podría pensarse que, para TDS, una de las maneras de ser otro es volverse principiante. Tulio de Sagastizabal, maestro de pintores, pinta simulando que no lo es. Sus piezas bien podrían parecer a primera vista ejercicios de color, cuidadosos tránsitos por combinatorias cromáticas, ejecutados sin otra pretensión que la de entrenar un oficio incipiente. Se lo presume esmerado al extremo, tanto en la recelosa, y programáticamente desmañada, prolijidad con la que decide resolver la división superficial del cuadro con trazos rústicos, como en el aplicado pasaje ,regular y modulado, del color dentro del perímetro de cada subdivisión.

Pero, al margen de su vocación actoral, De Sagastizabal no vacila, ni trastabilla, ni se pierde. Nada de eso. Su pintura es lógica, perfectamente construída, aireadamente lírica y cartesiana. Y como desconfía de la espontaneidad, hay que entender como estratégico el temblequeo de mano alzada con que traza sus bases reticulares, sumando células y células de polígonos semejantes – una cita gráfica, repetida al infinito como pattern constructivo, de la columna sin fin de Brancusi– para generar una red en forma de mosaico, basada en el entretejido de eslabones, como un panal de enorme dinámica óptica aún en su inmovilidad, gracias a la notable planificación y manejo que TDS exhibe del contrapunto y la repetición en la geometría y el color.

En la normativa que practica TDS es vital la replegada cualidad vibratoria del color gracias, de acuerdo a lo que confiesa el propio autor, a la opacidad del gouache, ¨más denso que la acuarela¨. Es así que en cada segmento se reseca la visibilidad de la pincelada, como si al pigmento le faltara cuerpo, en un procedimiento de deliberada rusticidad, para aventar toda sospecha de adscripción a cualquier coloratura facilista, de altisonante efectismo, y consecuentemente instalar la presencia dramática de una subjetividad afectiva, íntima, que persista en medio, o a pesar, de la rigurosa consigna de mecanicidad inalterable. Es un temblor altamente productivo tanto de la línea, de la arquitectura del cuadro – las grillas de Tulio parecen siempre levemente en falsa escuadra – como del modo físico del color. Esa mecánica impone una relación de direccionalidad entre las bandas verticales y horizontales y el plano que nunca podrá creerse perfectamente ortogonal. Bajo un raro efecto doble, percibimos, por un lado, la persistencia homogénea del contrapunto lineal y cromático, y por otro la inestabilidad intima que parece corroer la cohesión de todo el sistema.

La utilización experta de los valores alternativamente bajos y altos genera en la regularidad de la superficie un efecto de pliegues escalonados, donde toda inminencia de ruptura de la grilla maestra es casi inmediatamente desmentida por la linealidad contigua, creándose una suerte de efecto de figura – fondo in extremis, una variación compleja de ese canónico recurso. En algún caso, los trapecios unidos simétricamente por la base de uno y el tope del otro tienen de color solo las líneas del contorno, lo cual hace que, en la lectura del damero policromo, el blanco sea plano, espacio y volumen. Las repeticiones de colores de a pares apuntan a la regularización parcial de la composición en divisiones verticales, y así, de repente, la mirada se marea en espejismos planimétricos, como si el cuadro tuviera dobleces, y se plegara, desplegara y replegara alternativamente .

La intención investigativa del autor también lo lleva a examinar la relación entre ruptura y continuidad, mediante la inscripción, sobre una suerte de trama regular de rombos o rectángulos a dos colores, de un prisma facetado con sutil ambiguedad semicorpórea, que induce a verlo flotar sobre ese fondo neutro, y a la vez a percibirlo inscripto como parte de él. Lo que hasta hace un minuto nos parecía de corporeidad independiente, ahora es parte de una única grilla plana.

Esa moderada apelación a los recursos más enigmáticos de las ilusiones ópticas, como la tan absoluta falta de subterfugios en una práctica pictórica tan sensitiva como eminentemente intelectual, hace que TDS, sin el menor renuncio filosófico, con un lenguaje de silenciosa austeridad,se imponga de manera directa, con una naturalidad casi musical, en la percepción del espectador. Como pocos, ha logrado que su obra, en apariencia tan objetiva, recluída y reticente, resuene en una dimensión estética, anímica y temperamental sorprendentemente cercana, vibrante y a la vez delicadamente secreta.

Septiembre de 2011.