Una celebración de la pintura

Por Fabián Lebenglik, diario Página 12, 23 de julio de 2019.

 

La semana pasada, en el nuevo espacio de Osde para exposiciones (en Arroyo al 800), coordinado por María Teresa Constantin, se inauguró la exhibición antológica retrospectiva de Tulio de Sagastizábal (Misiones, 1948), “Hipnosis”, que reúne un centenar de pinturas realizadas entre 1974 y 2019, con curaduría de Eduardo Stupía.

Se trata de una muestra de efecto,  precisamente, “hipnótico”, de un gran pintor, cuyo lugar también resulta central en la formación de artistas durante los últimos 25 años.

Es posible elegir una entrada inusual a este cuerpo de obra de tal calidad y cantidad, concentrándonos en un solo cuadro como articulación entre las dos grandes etapas del artista. La imagen de ese cuadro es la que acompaña estas líneas.

Se trata de una pintura de la serie Adiós Pampa mía (160 x 180 cm) fechada en 1990, que condensa varios de los elementos de la etapa primera del artista (con punto de partida en los años setenta) y, al mismo tiempo, a modo de un largo adiós (incluido en el título), va despidiéndose de aquellos elementos que configuraban un territorio conocido para anticipar la segunda etapa, que sobrevendrá a partir de mediados de la década de los años noventa.

La operación es simple. Basta con omitir provisoriamente los elementos que de manera  notoria marcan un relato figurativo (el barco y la pareja abrazada), para que surja la semilla de la pintura futura del artista.

No se trata de un proceso lineal, ni inmediato; sino de sendero, y una serie de procedimientos, que convergen siempre en la pintura como tema.

Desde que comenzó a pintar  y luego a exhibir regularmente su trabajo, la pintura de Tulio de Sagastizábal es introspectiva y profundiza en los recuerdos y emociones propias.

En los años ochenta, a través de su obra, el pintor contaba en clave la iniciación en el arte, los episodios de un itinerario técnico que iba del dibujo al collage y de allí a una pintura que buscaba decirlo todo en cada trabajo. En aquellos años el pintor daba cuenta de una experiencia transcripta del código narrativo al pictórico.

Para seguir el recorrido a través de su itinerario pictórico, ese camino podría dividirse, a grandes rasgos, en la etapa figurativa y la abstracta, no estrictamente cronológicas ni sucesivas. Todo proceso supone idas y vueltas.

La primera etapa está marcada por una fuerte asociación entre figuración y narración. Allí la materia narrada no es solamente la pintura, sino una autobiografía en clave, de un pintor de provincia y su descubrimiento del arte y la pintura. La segunda etapa constituye un repliegue sobre el lenguaje pictórico, libre de la figuración y, por lo tanto, libre también de cualquier posibilidad de relato en el sentido usual. En ese repliegue hay, aparentemente, concisión, racionalidad, contención, serenidad. En la época narrativa hay una mirada más o menos nostálgica, dramática y antiurbana. En el camino, el pintor deja una serie de evocaciones para cambiar su relación imaginaria con el mundo. Abandona lentamente ciertos acentos y se propone, desde mediados de los años noventa, un nuevo punto de partida, más conceptual, recuperando la abstracción de las vanguardias históricas y los efectos “decorativos” del arte modernista.

Es posible detenerse en la relación entre relato y color, así como en la capacidad o no de narrar que tienen el punto, la línea, el plano, las estructuras. A medida que avanza esta larga etapa abstracta, Tulio de Sagastizábal ofrece una suerte de semiología de los elementos pictóricos básicos para apuntar a la percepción del que mira.

En el texto de presentación, Eduardo Stupía escribe: “… vemos los sembradíos de tramas y cuadrículas en una multitud de apariciones; vemos los inventivos ordenamientos ortogonales y las elegantes divisiones y subdivisiones del plano, transitado en toda su extensión por combinatorias de un preciosismo atemperado en lógica severidad; vemos dúos, tríos, coros y diálogos consonantes y disonantes en colores festivos y melancólicos, reconcentrados y vibrantes, elaborados en altura, valor y modulación según los preceptos de sensuales silogismos”.

En una entrevista publicada el año pasado por quien firma estas líneas, el artista pintaba el siguiente recorrido:

“Mi última muestra figurativa fue en 1995 y mi primera exposición de pintura abstracta fue en 1997. Y fue en la época de auge de cierta abstracción de los amigos que exponían en la galería del Centro Cultural Rojas: Graciela Hasper, Fabián Burgos, Alfredo Londaibere, entre otros. Yo tenía cierta amistad con Gumier Maier e iba a todas las inauguraciones. Me sentía muy cerca de esa pintura. Me encantaban las pinturas de Siquier y de Pombo. Pablo Suárez estaba también ahí. Y yo enseñaba con Pablo Suárez. Muchos años después descubrí que mi propio abstraccionismo tuvo mucho que ver con aquello. Esa movida tuvo un carácter celebratorio, que fue lo que me “contaminó”. Para para mí la abstracción fue un devenir, no una cuestión de principios. Y por supuesto se trata de una celebración de la pintura, no de otra cosa”.